No es fácil cantar con el corazón, la mente y las tripas para satisfacer las demandas del público. Trasmites la experiencia de vida que tienes, que viven las diferentes comunidades y que con los ojos de la fe podemos dar testimonio del paso de Dios en esos hechos, pero en los conciertos eres examinado por tu solvencia artística y si tienes coherencia teológica tendrás un plus adicional.
El público tiene sus propias demandas: los jóvenes quieren música movida, quieren fiesta, otros, los organizadores, esperan una prédica que convierta a los infieles (que la música haga lo que no pueden conseguir: que los chicos y las chicas se queden), algunos y algunas quieren sentirse tocados, otros miden el show en cuántas lágrimas se derramaron, en cuántos mea culpas se hicieron. No es fácil estar en el escenario, “deben mantenerse vigentes”, y la vigencia pasa por hacer los shows más parecidos a los que ofrecen otros artistas que no hacen música de fe.
Cada vez hay mayor exigencia porque el show sea eso, un buen show, y no siempre es fácil mantener el equilibrio. Nosotros somos temerosos de falsear la imagen de Jesús. Siempre imaginamos que Él no debe estar muy cómodo en los escenarios; seguramente preferirá estar entre la gente, al fondo, o quizás no pudo pagar la entrada y se contenta con escuchar la música desde la calle.
Somos conscientes que la música es especial para provocarnos emociones, pero estas son efímeras y la fe no es una emoción. Si el espectáculo no está vinculado con la vida de la comunidad, con tu realidad, y se centra sólo en el efecto que produjeron los artistas, el riesgo de la efectividad de nuestro trabajo será mayor, solamente creerán cuando escuchen nuestras canciones. Feo, ¿no?. ¿Será por eso que ahora el pedido frecuente es cómo hacer que los chicos y las chicas se comprometan?. ¿Y eso dice algo a quienes somos músicos, sobre nuestro trabajo?