Estuvimos acompañando dos momentos idénticos, en dos lugares
diferentes. A Sonia en San Juan de
Lurigancho y a Rossana en Chorrillos.
Pero el motivo era el mismo. Ellas hacían sus votos
perpetuos en las congregaciones que las habían acogido, formado, querido.
En medio de crisis vocacionales, en medio del despilfarro de
las creencias, en medio de lo “innecesario” que resulta Dios, estas dos mujeres
decidían que había que hacer las cosas en su nombre y dedicarle su vida a
anunciar su Reino, viviendo con otras mujeres que piensan lo mismo, igualmente
dedicadas.
Supimos sus historias personales, de cómo es que sintieron
que querían ir por estos caminos, de cómo iban peleándose con Dios, y a la vez
recostándose en sus brazos, urgidas de su misericordia, y de cómo el amor de
este Dios por su pueblo es tan grande que las termina atrayendo, acariciando, envolviendo
y devolviendo a sus pueblos para esperarles ahí, otra vez, con sus brazos
generosos.
Y nos llenamos de alegría.
Y nos llenamos de contento. Y nos
llenamos de Dios.
Dios no olvida a su pueblo. Nos sigue hablando, llamando,
acariciando.
Fue la misma sensación que nos provocó, la semana pasada, en
el encuentro con catequistas quechuahablantes de la parroquia de Ccatcca, un
pueblito en las alturas de Cusco, cercano a los 4,000 m.s.n.m.
Hombres (todavía no hay mujeres catequistas aunque después
del concierto varias se animaron a hacerlo y pidieron entrar), hombres mayores y jóvenes
dedicados a anunciar al Dios de la Vida a sus paisanos y comuneros y comuneras,
para que sientan que Dios no olvida a nadie, menos a los pobres.
Era conmovedor el testimonio de uno de los catequistas, el
mayor. Nos contó que tiene a todos los
hijos e hijas en las diferentes ciudades del país, a quienes les va bien en la
vida. En su casita sólo viven él y su esposa.
Y sus animalitos. Y su chacrita.
Uno de sus hijos les ha comprado una casita en la campiña arequipeña
para que puedan estar como en casa, con sus animalitos y sembrar en la chacra. Y de paso él pueda verles y acompañarles.
“La casita es bien bonita, pero no hemos querido ir. ¿Cómo dejamos de ser catequistas,
si esto hemos hecho toda la vida?”.
Aquí estoy, Señor, que se haga como tú dices. Para toda la
vida.
Dios nos sigue hablando, nos sigue amando. Y nos sigue enviando a estos mensajeros y
mensajeras, que vienen de parte suya a recordarnos que la vida en abundancia es
la promesa que tiene que cumplirse. Para todos. Para todas.