Nos tocó nacer y comenzar a vivir como grupo en medio de la guerra que Sendero Luminoso le declaró al Perú (tenemos una suerte…). Como jóvenes teníamos ilusiones por entregar nuestras vidas a la construcción de una patria justa que reflejara la voluntad generosa de nuestro Dios para con nuestro pueblo, pero estaba Sendero y su proyecto de muerte.
Difícil denunciar la muerte promovida por el hambre, el olvido, la marginación y el desprecio de las clases dirigentes del país hacia la gente pobre. Los quechua hablantes, campesinos y campesinas analfabetas, agricultores y agricultoras “pagan el pato” siempre; la pita siempre se rompe por el lado más débil. Denunciar esta situación nos ponía en las veredas del senderismo.
Nuestra iglesia también se sentirá turbada por la presencia senderista y querrá poner en blanco y negro las cosas: una autoridad religiosa nos acusará de mesianismo proletario en una de nuestras canciones, ¡cuando habíamos musicalizado una oración de Mons. Pironio de Argentina!. La misma persona nos pedirá “olvidar una bienaventuranza por ahora, porque no es conveniente”. ¿Cuándo el evangelio ha sido conveniente para quienes tienen el poder?.
La sangre de los pobres sigue corriendo y en medio de la muerte debemos anunciar la vida. Para los senderistas esto es ponerse en contra de ellos, así que terminamos, junto con tantos y tantas agentes pastorales, en este sándwich acusados por los dos lados de pertenecer al bando contrario. Pero la sangre inocente derramada clama al cielo y tenemos que seguir la larga marcha por la paz y la justicia en nuestra patria. ¡Es un imperativo!.
Una religiosa amiga nos dice: “ustedes nos hicieron canciones para gritar la injusticia y clamar al cielo, ahora necesitamos seguir clamando pero de otra manera, con nuevas palabras, para que no nos confundan”. Hay que hacer un acto de fe, a veces estamos tentados de pedirle explicaciones a Dios por tanta sangre inocente derramada, ¿por qué permite todo esto?. Este es un recurso fácil preguntarle a Dios por qué lo permite cuando no queremos, o no podemos, ver lo mal que hacemos como humanidad.
Otra religiosa nos lleva a Cerro de Pasco, 4,000 de altura. Ya hemos estado antes, pero ahora es en medio de lo más crudo de la guerra. Nos dice que debemos ir a compartir con un grupo de mujeres, los varones están escondidos: los militares o los senderistas los acusan de pertenecer al bando contrario y si los encuentran son obligados a demostrar la lealtad con ellos. Están las mujeres solas, con su pena grande y su soledad infinita como la altipampa cerreña. Vamos en su búsqueda.
En medio camino nos encontramos con el último control militar: “madrecita, usted sabe que más allá ya no estamos, cualquier cosa le puede pasar”. "Que no se preocupe, que nada malo pasará" es la respuesta. Revisan hasta la última cuerda de nuestros instrumentos y nos preguntan si sabemos a donde estamos yendo. Pensamos: “Dios está de por medio, pasará lo que tenga que pasar, estamos en sus manos” (ahora tienen la forma de las manos de Carmela, la religiosa amiga que acompaña a estas mujeres).
Llegados al lugar, poco a poco, las mujeres se van acercando, venciendo la desconfianza. Comienza la tarde, sentados en círculo, nos ponemos a conversar, “si tienen las guitarras, por qué no cantan?”. ¡Qué cantar en un momento como ese!. Algo hay que hacer, así que las canciones comienzan a salir, fluyen solas; ya nos vamos comprendiendo. Entonces nos acordamos de una canción en quechua; en cuanto comenzamos a cantarla, sienten que podemos hablar, que podemos alegrarnos, que podemos creer.
Y eso fue: hablar, cantar, rezar, ¡reír!, ¡cuánto tiempo que no lo hacían!. Fueron pocas horas, -para ellas fueron suficientes-. Bastaron para romper por un momento el temor, la tensión, para recargar baterías y seguir enfrentando la muerte. Vendrá lo que tenga que venir, a cada día le basta lo suyo, esta tarde sirvió para sentir la vida otra vez.
Nosotros nos íbamos, ellas se quedaban, algo de nosotros se había quedado con ellas esa tarde, “¿no sentíamos arder nuestro corazón”?